La espera
El camino hacia el fin de la Ley de Caducidad ha sido culebrero y cuesta arriba. Parece interminable: después de logrado en diversos ámbitos del oficialismo un trabajoso y cambiante acuerdo, y después de la ajustada votación del miércoles en la Cámara de Representantes, los disensos dentro del Frente Amplio hacen peligrar la consagración en el Senado del proyecto de ley interpretativa que derrumbaría el imperio de la impunidad. Los dados siguen girando en el aire.
El texto en discusión es bastante complicado. Ratifica principios constitucionales y del derecho internacional. Declara que tres artículos de la Ley 15.848 adolecen de “ilegitimidad manifiesta”, son inconstitucionales y “carecen de valor jurídico alguno”. También establece procedimientos que devolverían al Poder Judicial su función de esclarecer delitos y determinar el castigo de sus responsables, en este caso las aberraciones de la pasada dictadura cívico-militar.
La solución no puede ser sencilla. Hubo que afilar mucho el lápiz. El frenteamplista Jorge Orrico, presidente de la Comisión de Constitución y Códigos de la cámara baja, calificó la iniciativa de “sutileza jurídica”. Desde la oposición se cuestiona su prolijidad técnica (“gran mamarracho”, dijo el diputado colorado Fitzgerald Cantero). El Herrerismo evaluó que viola el principio de independencia del Poder Judicial. Esas críticas le caben mucho mejor a una ley cuyo primer artículo ordena lo siguiente: “Reconócese que, como consecuencia de la lógica de los hechos originados por el acuerdo celebrado entre partidos políticos y las Fuerzas Armadas en agosto de 1984 y a efecto de concluir la transición hacia la plena vigencia del orden constitucional, ha caducado el ejercicio de la pretensión punitiva del Estado”, etcétera. Reconózcase que, si las consecuencias de la impunidad no fueran tan trágicas, la frase sonaría hasta cómica de tan rebuscada.
Desanudar este embrollo requiere herramientas igual de complejas. La iniciativa de reforma constitucional que fracasó en octubre de 2009 también apelaba a un recurso jurídico raro. Los contrarios al recurso llegaron a negarle validez jurídica al instrumento de la anulación de una ley, a pesar de que se ha utilizado antes en Uruguay, una de cuyas normas fundacionales declaró en 1825 “írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre” los lazos con el entonces imperialista Brasil. Otro argumento que se maneja contra el proyecto de ley interpretativa es político, aunque a menudo se lo pretende hacer pasar por jurídico: ya fracasaron dos consultas populares contra la Ley de Caducidad.
“Le pedimos al Frente Amplio que respete lo que la gente decidió”, dijo el líder colorado, Pedro Bordaberry. “El Frente no puede convocar al pueblo y luego desoírlo”, dijo la diputada nacionalista Ana Lía Piñeyrúa. “El plebiscito es una decisión superior a cualquier ley”, dijo el senador frenteamplista Jorge Saravia. Estos reclamos suponen que los dos recursos rechazados por la ciudadanía y la iniciativa ahora a estudio del Parlamento son idénticos, o que una norma refrendada en las urnas se convierte en una especie de “superley” que prima sobre la Constitución. Y ninguna de esas dos presunciones son ciertas: los tres instrumentos son bien diferentes y no hay normas de más jerarquía que las constitucionales.
Los detalles jurídicos importan. La política, también. Es cierto: la impunidad de los crímenes de la dictadura ya no es absoluta. Pero los jueces deberán seguir pidiendo permiso al gobierno para hacer su trabajo si sigue vigente la Ley de Caducidad, aunque el Poder Ejecutivo exceptúe su aplicación en cada caso que se le presente o la Suprema Corte de Justicia la declare inconstitucional para todos ellos. La persistencia de la norma en el Derecho uruguayo podrá ser leída como un permiso para el autoritarismo. También admite la posibilidad de que alguien crea que su fin justifica cualquier medio, que el dilema entre democracia y dictadura es algo banal, o que da igual la vigencia de los derechos humanos o su violación.
Falta poco para que se despeje la incógnita. Habrá que esperar hasta el mes que viene. Entonces, con suerte, se restaurará la búsqueda de la verdad sobre las atrocidades de la dictadura por la vía judicial y la determinación formal de inocencias, culpabilidades y eventuales castigos. Faltará, todavía, que las Fuerzas Armadas pidan perdón a las víctimas, sus familiares y a una sociedad que sufrió formas más leves pero también abominables de represión.
Tal vez se abra, además, un ciclo en que hablar de derechos humanos en este país sea mucho más que hablar sobre la dictadura. Que, sin olvidar ni perdonar la crueldad institucionalizada de esos años, e incluso apelando a ella como referencia, los uruguayos les den importancia a los derechos humanos del día a día y exijan su respeto. Que las autoridades establezcan políticas y normas que los promuevan y afiancen. Que la caducidad de la caducidad no haga caducar la lucha permanente por la vigencia de esos derechos.
El texto en discusión es bastante complicado. Ratifica principios constitucionales y del derecho internacional. Declara que tres artículos de la Ley 15.848 adolecen de “ilegitimidad manifiesta”, son inconstitucionales y “carecen de valor jurídico alguno”. También establece procedimientos que devolverían al Poder Judicial su función de esclarecer delitos y determinar el castigo de sus responsables, en este caso las aberraciones de la pasada dictadura cívico-militar.
La solución no puede ser sencilla. Hubo que afilar mucho el lápiz. El frenteamplista Jorge Orrico, presidente de la Comisión de Constitución y Códigos de la cámara baja, calificó la iniciativa de “sutileza jurídica”. Desde la oposición se cuestiona su prolijidad técnica (“gran mamarracho”, dijo el diputado colorado Fitzgerald Cantero). El Herrerismo evaluó que viola el principio de independencia del Poder Judicial. Esas críticas le caben mucho mejor a una ley cuyo primer artículo ordena lo siguiente: “Reconócese que, como consecuencia de la lógica de los hechos originados por el acuerdo celebrado entre partidos políticos y las Fuerzas Armadas en agosto de 1984 y a efecto de concluir la transición hacia la plena vigencia del orden constitucional, ha caducado el ejercicio de la pretensión punitiva del Estado”, etcétera. Reconózcase que, si las consecuencias de la impunidad no fueran tan trágicas, la frase sonaría hasta cómica de tan rebuscada.
Desanudar este embrollo requiere herramientas igual de complejas. La iniciativa de reforma constitucional que fracasó en octubre de 2009 también apelaba a un recurso jurídico raro. Los contrarios al recurso llegaron a negarle validez jurídica al instrumento de la anulación de una ley, a pesar de que se ha utilizado antes en Uruguay, una de cuyas normas fundacionales declaró en 1825 “írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre” los lazos con el entonces imperialista Brasil. Otro argumento que se maneja contra el proyecto de ley interpretativa es político, aunque a menudo se lo pretende hacer pasar por jurídico: ya fracasaron dos consultas populares contra la Ley de Caducidad.
“Le pedimos al Frente Amplio que respete lo que la gente decidió”, dijo el líder colorado, Pedro Bordaberry. “El Frente no puede convocar al pueblo y luego desoírlo”, dijo la diputada nacionalista Ana Lía Piñeyrúa. “El plebiscito es una decisión superior a cualquier ley”, dijo el senador frenteamplista Jorge Saravia. Estos reclamos suponen que los dos recursos rechazados por la ciudadanía y la iniciativa ahora a estudio del Parlamento son idénticos, o que una norma refrendada en las urnas se convierte en una especie de “superley” que prima sobre la Constitución. Y ninguna de esas dos presunciones son ciertas: los tres instrumentos son bien diferentes y no hay normas de más jerarquía que las constitucionales.
Los detalles jurídicos importan. La política, también. Es cierto: la impunidad de los crímenes de la dictadura ya no es absoluta. Pero los jueces deberán seguir pidiendo permiso al gobierno para hacer su trabajo si sigue vigente la Ley de Caducidad, aunque el Poder Ejecutivo exceptúe su aplicación en cada caso que se le presente o la Suprema Corte de Justicia la declare inconstitucional para todos ellos. La persistencia de la norma en el Derecho uruguayo podrá ser leída como un permiso para el autoritarismo. También admite la posibilidad de que alguien crea que su fin justifica cualquier medio, que el dilema entre democracia y dictadura es algo banal, o que da igual la vigencia de los derechos humanos o su violación.
Falta poco para que se despeje la incógnita. Habrá que esperar hasta el mes que viene. Entonces, con suerte, se restaurará la búsqueda de la verdad sobre las atrocidades de la dictadura por la vía judicial y la determinación formal de inocencias, culpabilidades y eventuales castigos. Faltará, todavía, que las Fuerzas Armadas pidan perdón a las víctimas, sus familiares y a una sociedad que sufrió formas más leves pero también abominables de represión.
Tal vez se abra, además, un ciclo en que hablar de derechos humanos en este país sea mucho más que hablar sobre la dictadura. Que, sin olvidar ni perdonar la crueldad institucionalizada de esos años, e incluso apelando a ella como referencia, los uruguayos les den importancia a los derechos humanos del día a día y exijan su respeto. Que las autoridades establezcan políticas y normas que los promuevan y afiancen. Que la caducidad de la caducidad no haga caducar la lucha permanente por la vigencia de esos derechos.
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